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Junio a septiembre de 1980, Baltimore

Keith no había tenido una infancia desahogada, y eso le había enseñado a apañárselas. El primer domingo que le dedicó al loft, se esforzó por tirar un cable del disyuntor principal, y esa misma noche consiguió conectarlo, a costa de una peligrosa escalada, a los bornes del transformador situado en lo alto de un poste eléctrico que se erguía delante de una de las ventanas. La operación le llevó el día entero, pero el almacén volvía a tener electricidad.

Los días siguientes iba al loft al salir de trabajar, y también le dedicó el fin de semana entero. Al cabo de una semana, esa obra se había convertido para él en un reto. Empezó por reparar el parqué para que algún día pudieran instalarse escritorios encima, arregló los marcos de las ventanas con trozos de madera que cogía del taller donde trabajaba y cargaba en su camioneta. A su jefe no le pasó inadvertido su tejemaneje, y si no hubiera sido tan buen ebanista, seguramente lo habría despedido. Al concluir la primera semana

entró por fin en razón y, ante la magnitud de la tarea, reconoció que nunca podría terminarla él solo. A cambio de unas cuantas comilonas costeadas por las dos chicas, consiguió movilizar a varios amigos que trabajaban en la construcción. Aprendices de fontanero, albañil, pintor y cerrajero fueron a ocuparse de la caldera y las cañerías, de los radiadores de hierro que había que purgar, de las paredes decrépitas y de la herrumbre que cubría todas las superficies metálicas. May y Sally-Anne no se quedaban de brazos cruzados. Ellas también lijaban, atornillaban y pintaban, cuando no daban de comer y de beber a la cuadrilla constituida por Keith.

El ambiente era efervescente, pero entre ellos tres se estableció un sutil juego de seducción. Una de las chicas era experta en la materia, la otra era sincera, y Keith ya no sabía qué pensar.

May lo encontraba encantador. Espiaba todos sus gestos, a la espera de que necesitara ayuda, y se las agenciaba para estar cerca en el momento oportuno. Cuando intercambiaban algunas palabras, él clavando clavos en el parqué y ella lijando a su lado, descubría que su conversación era tan interesante como su físico. Pero la mirada de Keith siempre volvía a posarse en Sally-Anne, la cual, hábil calculadora, se mantenía a distancia. May acabó por sospechar que solo las ayudaba para reconquistarla y se guardó sus sentimientos.

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Junio a septiembre de 1980, Baltimore

Desde el anuncio aquella noche de borrachera, al final de la primavera, May y Sally-Anne se entregaron en cuerpo y alma a la creación de su periódico. Le dedicaron el verano entero y solo se permitieron un domingo en la playa.

Antes de nada tenían que encontrarle un nombre. May fue la primera en proponer uno. Se le ocurrió la idea viendo a Robert Stack encarnar el papel de Eliot Ness en un episodio de The Untouchables que volvían a poner por televisión. La cadena ABC retransmitía regularmente en su programación esta serie, aunque se había quedado un poco anticuada.

Sally pensó en un primer momento que se trataba de una broma. La sugerencia de May era ridículamente pretenciosa, por no hablar de los dudosos juegos de palabras a los que daría pie ese nombre por parte de los hombres. Un periódico dirigido por mujeres no podía llamarse Las Intocables.

Una tarde de julio especialmente calurosa, Sally-Anne admiraba la musculatura de Keith, que había acudido a ayudarlas: en un almacén abandonado de la zona de los muelles, esta había encontrado un loft en pésimo estado que, según ella, solo requería una buena mano de pintura para recuperar todo su esplendor.

Tras un minucioso examen del lugar, Keith le aseguró lo contrario, y se asombró de los escasos medios de los que disponían para llevar a cabo su proyecto, porque la familia de Sally-Anne, sin embargo, era gente adinerada.

Ignoraba que, tras sus aires de seductora, Sally-Anne tenía una rectitud incontestable. No había necesitado llegar a la adolescencia para entender que era diferente. Compartió con Keith y con May un recuerdo de juventud. Un día le declaró a uno de sus profesores que probablemente era un error de nacimiento, pues no veía que tuviera nada en común con su padre, y menos todavía con su madre. El profesor sermoneó a esa joven insolente que se permitía juzgar a unos padres tan a menudo erigidos como modelo de éxito. El único éxito que Sally-Anne les reconocía era el de haber sabido gestionar aquello que habían heredado, aunque a costa de numerosos embustes y compromisos.

Al suscitar ese recuerdo, Keith puso de acuerdo a las dos chicas. No le deberían nada a nadie, su periódico se llamaría The Independent.

—Muy bonito este loft pero, sin medios, ¡el trabajo será titánico! — exclamó Keith—. El salitre ha corroído las ventanas, el parqué tiene tantos agujeros y tan grandes que me cabría la mano en cualquiera de ellos. Volver a poner en marcha la caldera será dificilísimo, y el edificio lleva años y años sin corriente eléctrica.

—Solo conozco dos tipos de hombres —le replicó Sally-Anne—, los que tienen problemas y los que los resuelven.

Sally-Anne había aprendido a dejar a un lado su rectitud en caso de necesidad, y a menudo los hombres no eran para ella más que una necesidad. Keith había caído en una trampa tan burda que May había estado a punto de acudir en su auxilio. No lo hizo, y él se dedicó a reformar el loft con un fervor admirable.

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Octubre de 2016, Croydon

Michel se bebió de un trago el resto del té y dejó la taza sobre el platillo. Le temblaba ligeramente la mano y balanceaba la cabeza con la mirada perdida. Le acaricié la nuca e interrumpí la crisis con una sola frase.

—No tienes que decirnos nada ahora mismo. Estoy segura de que mamá habría querido que te tomaras tu tiempo para pensarlo. Y sé que por eso mismo confió en ti. ¿Quieres un último bollo?

—No creo que sea muy razonable pero, por qué no, para una vez que estamos los tres juntos.

Estaba decidida a no levantarme, Maggie se dignó acercarse a la barra y pagó el bollo. Dejó el plato delante de Michel y volvió a sentarse.

—No hablemos más de eso —dijo con voz calmada—. ¿Por qué no nos cuentas cómo es un día normal de trabajo para ti?

—Mis días de trabajo son todos iguales.

—Pues elige uno en concreto.

—¿Te entiendes bien con la directora? —intervine yo.

Michel levantó la mirada.

—Es otra de vuestras maneras de hablar, ¿no?

—No, no era más que una pregunta —contesté.

—Sí, nos entendemos muy bien, lo cual es normal, porque los dos hablamos el mismo idioma. Bueno, susurramos el mismo idioma, porque en la biblioteca no se habla, se susurra.

—Ya me he fijado, sí.

—Entonces sabrás que nos entendemos bien.

—Yo creo que te aprecia mucho. Maggie, deja de mirarme así, puedo hablar con mi hermano sin que vigiles cada una de mis frases.

—¿Vais a discutir? —preguntó Michel.

—No, hoy no —lo tranquilizó Maggie.

—Lo que me fascina de vosotras —prosiguió Michel cogiendo una servilleta de papel para limpiarse los labios— es que por lo general lo que os decís no tiene ningún sentido. Y, sin embargo, cuando no discutís os comprendéis mejor que la mayoría de la gente a la que observo. De lo que deduzco que también vosotras habláis el mismo idioma. Espero haber contestado así a la verdadera pregunta que me hacías, Elby.

—Yo también lo creo. Si alguna vez necesitas consejo femenino, aquí estoy.

—No, ya no sueles estar aquí, Elby, pero, a diferencia de mamá, al menos vuelves de vez en cuando. Eso es tranquilizador.

—Esta vez creo que voy a quedarme más tiempo.

—Hasta que tu revista te mande a un país lejano a estudiar a las jirafas.

¿Por qué te interesa más la gente a la que no conoces que tu propia familia?

A otro hombre que mi hermano quizá le hubiera dicho la verdad. Quise marcharme a descubrir el mundo para encontrar la esperanza que me faltaba a los veinte años, para huir del miedo de ver mi vida trazada ya de antemano hasta el más mínimo detalle, una vida que se habría parecido a la de mi madre, a aquella que mi hermana se resignaba a tener. Había necesitado alejarme de mi familia para seguir queriéndola. Porque, pese a todo el amor recibido, me asfixiaba en ese barrio residencial de Londres.

—Me fascinaba la diversidad humana —le contesté—. Me marché en busca de todas esas diferencias. ¿Comprendes?

—No, no es muy lógico. Visto que yo no soy como los demás, ¿por qué no he bastado para ofrecerte lo que buscabas?

—Tú no eres diferente, Michel, somos mellizos, y eres la persona de la que más cerca me siento.

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Octubre de 2016, Croydon

Paramos en un salón de té. Detrás de una cristalera cubierta de cartelitos publicitarios, el negocio ocupaba la planta baja de un pequeño edificio de ladrillos amarillos de los años setenta, vestigio de ese arrabal industrial que había tardado en modernizarse. Como el servicio era minimalista, Maggie se acercó a la barra a pedir tres tés y otros tantos bollos de mantequilla, dejando que yo pagara la cuenta. Nos acomodamos en unas sillas de plástico alrededor de una mesa de formica.

—¿Le ha pasado algo a papá? —preguntó Michel sin alterarse.

Lo tranquilicé enseguida. Bebió un sorbo de té y miró fijamente a Maggie.

—¿Te vas a casar con Fred?

—Pero ¿por qué el hecho de que vengamos a verte tiene que implicar que haya ocurrido una desgracia? —le contestó ella.

Michel se puso a pensar y la respuesta debió de parecerle divertida. Se lo dejó patente con una gran sonrisa.

—Para una vez que me quedo un poco de tiempo en Londres… Tenía ganas de verte, así que he aprovechado para decirle a Maggie que se viniera también —añadí yo.

—¿Te confió mamá algún secreto? —le preguntó Maggie sin rodeos.

—Qué pregunta más rara. Hace tiempo que no he visto a mamá, y tú tampoco.

—Me refería a antes.

—Si me hubiera confiado un secreto, no podría revelártelo. Es lógico, ¿no?

—No te pido que me digas de qué se trata, sino solo si te confió un secreto.

—No.

—¿Ves? —me lanzó Maggie.

—Uno, no, pero varios, sí —añadió Michel—. ¿Puedo comerme otro bollo?

Maggie le pasó su plato.

—¿Por qué a ti y no a nosotras? —preguntó.

—Porque sabía que yo no contaría nada.

—¿Ni siquiera a tus hermanas?

—Sobre todo a mis hermanas. Cuando os peleáis, sois capaces de decir de todo, incluso cosas que no existen. Tenéis muchas virtudes, pero no la de saber callar cuando estáis enfadadas. Es lógico.

Le puse la mano en el antebrazo y lo miré con ternura.

—Pero sabes que la añoramos tanto como tú.

—No creo que exista un instrumento capaz de medir la añoranza, por lo que deduzco que tu frase es una manera de hablar.

—No, Michel, es una realidad —contesté—. Era tu madre tanto como la nuestra.

—Evidentemente, es lógico.

—Si sabes cosas que ignoramos, sería injusto que no nos las dijeras, ¿entiendes? —suplicó Maggie.

Michel me preguntó con la mirada antes de coger mi bollo. Lo mojó en el té y se lo comió de un par de bocados.

—¿Qué te dijo? —insistí.

—Nada.

—¿Y el secreto?

—Lo que me confió no fueron palabras.

—¿Qué fue entonces?

—No creo que tenga derecho a contároslo.

—Michel, yo tampoco creo que mamá pensara irse tan rápido, de manera tan repentina. Estoy segura de que habría querido que lo compartiéramos todo sobre ella después de su muerte.

—Es posible, pero tendría que poder preguntárselo.

—Ya, pero eso es imposible, así que tienes que fiarte de tu propio criterio y de nada más.

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Octubre de 2016, Croydon

Dejé la camioneta en el aparcamiento y me dirigí con paso decidido a la recepción. No había ningún empleado detrás del mostrador de madera de cerezo barnizada, reliquia de una época remota. El personal de la biblioteca municipal se reducía a dos empleados que trabajaban allí a tiempo completo, la directora, Véra Morton, y Michel, así como una limpiadora que venía a quitar el polvo de los estantes dos veces por semana.

Véra Morton reconoció a Maggie en el vestíbulo y se le iluminó el semblante al ir a su encuentro. Véra, un personaje más complejo de lo que parecía a primera vista, podría haber sido muy atractiva si no se hubiera empeñado tanto en volverse invisible. Sus ojos lapislázuli se ocultaban tras unas gafas redondas de cristales llenos de huellas dactilares, llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y vestía con sobriedad monacal. Un jersey de cuello cisne, dos tallas más grande de lo necesario, una falda ancha de pana, unos mocasines y unos calcetines componían una especie de uniforme beis.

—¿Va todo bien? —preguntó.

—Divinamente —contesté.

—Cuánto me alegro, por un instante he temido que fueran ustedes heraldos de alguna mala nueva. Es tan inhabitual que nos honren con su presencia.

¿Quién se expresaba aún así actualmente?, me pregunté, sin compartir con nadie mis pensamientos. Y mientras Maggie le explicaba que estábamos paseando por el barrio y se nos había ocurrido ir a darle un abrazo a nuestro hermano, reparé en que Véra se ruborizaba ligeramente cada vez que pronunciaba el nombre de Michel. Sospeché enseguida una confusión de sentimientos bajo la apariencia austera de Véra Morton. En su descargo tengo que decir que si probáis a dejar dos peces en la misma pecera ocho horas al día, sin más distracción que la visita de una clase de primaria los miércoles, habrá muchas probabilidades de que terminen viendo el uno en el otro lo mejor que la humanidad entera puede ofrecerles. Consideraciones aparte, la idea de que Véra pudiera sentir algo por mi hermano me parecía posible. Pero la cuestión era si sería correspondida.

La joven directora del establecimiento en declive nos acompañó encantada hasta la sala de lectura, donde Michel estaba enfrascado en un libro, sentado solo a una mesa. Sin embargo, Véra susurró como si la sala estuviera abarrotada. Deduje que las bibliotecas eran como las iglesias: en ellas solo se podía hablar en voz baja.

Michel levantó la cabeza, extrañado de ver a sus hermanas, cerró el libro y fue a guardarlo en su sitio antes de reunirse con nosotras.

—Pasábamos por aquí y se nos ha ocurrido venir a darte un beso — declaró Maggie.

—Ah, qué raro, tú nunca me das un beso. Pero, bueno, no quiero contrariarte —dijo acercándole la mejilla.

—Es una manera de hablar —precisó Maggie—. ¿Te apetece que vayamos a algún sitio a tomar un té? Si puedes ausentarte, claro.

Véra respondió en su lugar.

—Claro que sí, hoy no hay mucha gente. No se preocupe, Michel. — Ligero rubor en las mejillas—. Yo cerraré la biblioteca.

—Ah. Pero aún tengo que guardar algunos libros.

—Estoy segura de que pasarán muy buena noche en las mesas donde se encuentran —afirmó Véra (el rubor se intensificó nítidamente).

Michel alargó el brazo y le estrechó la mano agitándola como si se tratara de una vieja bomba de bicicleta.

—Pues muchas gracias entonces —dijo—. Mañana trabajaré hasta un poco más tarde.

—No será necesario. Que pase una buena tarde, Michel (sus mejillas estaban ahora escarlatas).

Y, puesto que los susurros eran obligatorios allí, me incliné al oído de mi hermana para hacerle una confidencia. Maggie puso un gesto de exasperación y arrastró a Michel hacia el coche.

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Octubre de 2016, Croydon

Esperamos hasta estar seguras de que nuestro padre no daría media vuelta antes de ponernos a buscar. El cuarto de baño lo habíamos descartado por juzgarlo demasiado improbable. Maggie rebuscó en el ropero pero no encontró ni trampilla ni doble fondo. Mientras yo me encargaba del dormitorio, fue a la cocina a consultar el árbol genealógico familiar.

—Sobre todo no me ayudes, ¿eh? —le grité.

—Tú tampoco has venido a ayudarme, que yo sepa —me contestó—, ¿todavía no has terminado?

Me reuní con ella decepcionada.

—Nada, hasta he golpeado con los nudillos en las paredes por si sonaba a hueco, pero niente.

—No has encontrado nada porque no había nada que encontrar. Esa carta solo dice patrañas; ha estado bien la broma, lo hemos pasado bien, pero ahora te sugiero que nos olvidemos del tema.

—Tratemos de pensar como mamá. Si quisieras esconder un buen montón de dinero, ¿dónde lo meterías?

—¿Por qué esconderlo en lugar de dejar que tu familia lo disfrute?

—¿Y si no fuera dinero, sino algo que ella no pudiera utilizar? Vete tú a saber, lo mismo en su juventud era traficante de drogas… Todo el mundo se drogaba en los años setenta y ochenta.

—Lo que te decía, Elby, ves demasiado la tele, y aun a riesgo de que te lleves un buen chasco, todavía mucha gente se sigue drogando ahora. Y si te eternizas en Londres, puede que yo también acabe drogándome.

—De nosotros tres, de quien más cerca estaba mamá era de Michel.

—Supongo que esta afirmación gratuita no tiene más objeto que ponerme celosa. Eres patética.

—No soy patética, es una realidad, y te lo digo porque si mamá hubiera tenido un secreto que no quisiera compartir con papá, se lo habría contado a Michel.

—No vayas a perturbarlo con tu rocambolesca obsesión.

—Tú no mandas en mí, y, de hecho, voy a ir a verlo ahora mismo. ¡Que para algo es mi hermano gemelo y no el tuyo!

—¡Mellizo!

Salí de la cocina. Maggie dio un portazo y me alcanzó en la escalera.

Las aceras estaban cubiertas con un manto púrpura de hojas. Estragos de un mes de octubre en el que el viento había soplado más de lo habitual. Me gusta el crujido de las hojas secas bajo mis pasos, el perfume de otoño que trae la lluvia. Me senté al volante de la camioneta que me había prestado un compañero de la revista, esperé a que Maggie cerrara su puerta y arranqué.

Durante un rato no dijimos ni mu, salvo por un pequeño paréntesis, cuando le hice notar a Maggie que si de verdad no diera ningún crédito a la carta anónima no estaría sentada a mi lado, pero ella replicó que solo estaba ahí para proteger a su hermano de la demencia que se había apoderado de su hermana.

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Octubre de 2016, Croydon

Me senté a la mesa y traté de interrogar a Maggie, que me hizo entender con una mirada que nuestro padre no sospechaba nada. Cuando se fue un momento, Maggie volvió a coger el móvil y miró la pantalla riéndose.

—No lo he soñado, Rigby, de verdad me has escrito Abort Mission tres veces. ¡No es que veas la tele, es que te la comes!

Papá volvió con un documento en la mano.

—No es tu partida de nacimiento propiamente dicha, sino un extracto de nuestro árbol genealógico, ¡y validado por un notario mormón! A tu banco debería bastarle.

Me apoderé del documento antes que Maggie.

—Anda, qué curioso —dije.

Papá trituraba el interruptor del hervidor eléctrico mascullando para el cuello de su camisa.

—¿Mamá y tú os casasteis después de nacer nosotros?

—Es posible —farfulló mi padre.

—¿Cómo que «es posible»?, lo pone aquí muy claro. ¿No recuerdas la fecha de tu propia boda?

—Antes o después, ¡qué más da! Nos hemos querido hasta su muerte, que yo sepa, y, ojo, que yo la sigo queriendo.

—Pero siempre nos habéis dicho que decidisteis casaros nada más volver a encontraros.

—Nuestra historia era un poco más complicada de lo que queríamos contarles a nuestros hijos por la noche a la hora de acostarse.

—Más complicada ¿en qué sentido?

—Y vuelve a empezar el interrogatorio… Como ya te he dicho, Elby, deberías haber sido policía en lugar de periodista —masculló papá.

Tiró del cable y lo enrolló alrededor del hervidor.

—También se me ha estropeado el hervidor. Esta mañana el coche, ahora el maldito hervidor: francamente, hoy no es mi día.

Cogió una cacerola del aparador, la llenó de agua y la puso al fuego.

—¿Sabéis cuánto tarda en hervir el agua fría?

Mi hermana y yo dijimos que no con la cabeza.

—Yo tampoco tengo ni idea, pero pronto lo sabremos —dijo sin apartar la mirada del segundero del reloj de pared.

—Más complicada ¿en qué sentido? —repetí yo, arrancándole un suspiro a mi padre.

—Las primeras semanas de su regreso no fueron tan sencillas. Le llevó un tiempo acostumbrarse a una nueva vida en un barrio periférico, que en aquella época no era muy alegre que digamos.

—Puedes omitir lo de «en aquella época» —terció Maggie.

—No creo que tu Beckenham tenga nada que envidiarle a mi ciudad, querida. Vuestra madre se agobiaba un poco en este apartamento, todavía no había encontrado trabajo, yo tenía mis horarios y no me los podía saltar, y ella se sentía muy sola. Pero como era una luchadora, se matriculó en unos cursos por correspondencia. Se sacó un diploma, y luego consiguió unas prácticas en un colegio, y por fin su plaza de profesora. A eso hay que añadirle los embarazos, vuestro nacimiento, que nos llenó de felicidad, naturalmente, pero no os hacéis una idea de lo que cuesta sacar a tres hijos adelante, lo sabréis algún día, espero. Bueno, total, que no podíamos permitirnos comprar un vestido de novia, anillos y todo lo que acompaña a una boda. Así que esperamos un poco más de lo que nos habría gustado antes de darnos el sí quiero. ¿He satisfecho tu curiosidad?

—¿Cuánto tiempo después del resurgir de vuestra historia de amor se quedó embarazada mamá?

—Qué bonita manera de decirlo. A vuestra madre no le gustaba nada que yo mencionara nuestro primer escarceo. Habían transcurrido diez años, ella había vivido, se había convertido en una persona distinta y no sentía ninguna empatía por la muchacha que había sido en el pasado. De hecho, la idea de que yo pudiera haber estado enamorado de esa muchacha casi le hacía sentirse celosa.

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Octubre de 2016, Croydon

Papá observó a Maggie con aire circunspecto y le puso delante el plato con sándwiches que acababa de preparar.

—Come, tienes muy mala cara.

Maggie no se hizo de rogar y mordió uno de los sándwiches. Papá no le quitaba ojo, pero el silencio le resultaba insoportable.

—¿Por qué es tan urgente que encuentres tu partida de nacimiento?

—Mi banco me ha pedido que regularice mis datos —se inventó.

—¿Has pedido un préstamo? ¿Ves como llevaba razón?, aún tengo olfato cuando se trata de mis hijas. Si necesitas dinero, ¿por qué no has venido a pedírmelo? Los bancos te exprimen a intereses, pero cuando se trata de remunerar lo que se les presta a ellos, entonces, vaya usted a saber por qué, ¡el dinero ya no tiene ningún valor!

—¿Porque tú le prestas dinero a tu banco? —preguntó Maggie, esperando haber dado con lo que pudiera quedar de la supuesta fortuna de nuestra madre.

Pero su entusiasmo duró poco, pues papá le precisó que se refería a su fondo de pensión. Varios miles de libras que no le rentaban nada, dijo suspirando.

—¿Y por qué quieres pedir un préstamo? ¿Es que tienes deudas?

—Papá, deja el tema, solo he querido negociar un pequeño descubierto, nada más. Pero ya sabes cómo es el sistema, por nada te piden miles de papeles. Por cierto, ¿tienes idea de dónde guardaba mamá los suyos?

—Y tanto que tengo idea, si era siempre yo el que se ocupaba de los papeleos en esta casa. A tu madre le horrorizaba todo eso. Voy a buscarte lo que necesitas.

—No te molestes, tú solo dime dónde están y…

El sonido del timbre puso fin a su conversación. Papá se preguntó quién podía ser, no esperaba a nadie, y el cartero siempre venía por la mañana. Fue a abrir y me encontró en el rellano.

—¿Has venido hasta aquí? —me preguntó incómodo.

—Pues ya ves que sí. He pasado por la revista a que me prestaran un coche. ¡Menudos atascos!

—Ya lo sé, precisamente lo estaba hablando con tu hermana.

—¿Maggie está aquí?

—¡Sí, pero no te vayas a creer que me he inventado lo del coche! Figúrate

—susurró—, ha venido a escondidas, esperando no encontrarme en casa, para…

—¿Para qué? —le pregunté ansiosa.

—Si no me interrumpieras, podría decírtelo. Para buscar unos papeles, quiere pedir un préstamo bancario. Tu hermana es una verdadera manirrota.

Maggie apareció en el pasillo y me lanzó una mirada asesina.

—Antes de decir nada de lo que luego puedas arrepentirte, harías bien en consultar tu móvil, te he dejado diez mensajes.

Maggie volvió a la cocina y metió la mano en el bolso. Su iPhone estaba en silencio, y pudo comprobar que yo había tratado muchas veces de advertirla de que la vía no estaba libre.

—Estaba despotricando de mi Austin, pero al final tendré que agradecerle esta doble sorpresa. Ya solo falta que aparezca también Michel. Voy a ver si me queda algo en el frigorífico, de haberlo sabido habría ido a la compra — dijo papá, aliviado de que no lo acusara de haber querido jugármela.

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Octubre de 2016, Croydon

Maggie giró la llave y se dio cuenta de que no estaba puesto el cerrojo. El primer ladrón que pasara por ahí habría tardado menos que ella en entrar en la casa. Cuántas veces le había suplicado a nuestro padre que cerrara la puerta con dos vueltas de llave cuando salía. Pero él le contestaba invariablemente que llevaba allí toda la vida y nunca le habían robado nada.

Colgó su abrigo en el perchero y recorrió el pasillo. Era inútil explorar la cocina, su madre nunca habría escondido nada en la habitación preferida de su padre. Perezosa como era, se dijo que la cosa no iba a ser fácil y que era mejor renunciar: ¿para qué perder el tiempo en una búsqueda que no tenía ningún sentido? Distraída, pensó en el dormitorio, el cuarto de baño, el armario ropero —buscaría primero allí, quizá descubriera una trampilla o un doble fondo—; pensó también que al marcharse tendría que dejar la cerradura tal y como la había encontrado si no quería que su padre se enterara de que había ido a su casa a escondidas. De todas formas, le daría unas palmaditas en el hombro con su aire afable, diciendo: «Maggie, ves el mal en todas partes.

Y, cuando una mano se posó sobre su hombro, precisamente, dio un grito y se volvió. Papá la estaba mirando, con los ojos como platos.

—¿Qué haces aquí, y por qué no has llamado al timbre? —le preguntó, extrañado.

—Pues… —farfulló ella.

—¿Pues?

—Pensaba que hoy comías con Elby.

—Yo también lo pensaba, y de hecho debía hacerlo, pero el Austin se ha puesto caprichoso y no ha querido arrancar. Voy a tener que llevarlo al taller a ver qué le pasa al motor.

—Pues podría haberme avisado —se quejó Maggie.

—¿Mi Austin?

—¡Elby!

—¿Querías que te avisara de que mi coche estaba estropeado? —Se rio con ganas—. Deja de reprocharle cosas a tu hermana todo el rato, no me gusta nada que os peleéis. Llevo treinta años esperando a que os decidáis por fin a ser adultas. Y ten por seguro que le digo lo mismo a ella cada vez que…

—¿Cada vez que qué?

—Nada… —suspiró papá—. Y ahora, ¿piensas decirme a qué has venido?

—Pues… estaba buscando unos papeles.

—Ven, vamos a hablar en la cocina, iba a prepararme un bocadillo y, mira, al final este día que se había estropeado se va a arreglar pues voy a poder comer de todos modos con una de mis hijas. Y, por favor, no se lo digas a tu hermana, es capaz de pensar que le he mentido con lo del coche para verte a ti en su lugar, y ahí ya… ahí ya… —repitió papá levantando los brazos al cielo como si el techo fuera a derrumbársele encima—, tendríamos el drama del siglo.

Abrió el frigorífico, sacó lo necesario para improvisar lo más parecido a un almuerzo y le pidió a Maggie que pusiera la mesa.

—Bueno, ¿qué te pasa, hija? Si necesitas algo de dinero, dímelo. ¿Estás sin un céntimo?

—No, no me pasa nada, es solo que necesitaba encontrar… una partida de nacimiento.

Se preguntó cómo se le había ocurrido esa mentira precisamente.

—¡Ajá! —exclamó papá, radiante de alegría.

—Ajá ¿qué? —preguntó Maggie con toda tranquilidad.

—Piensa un poco, vienes a buscar una partida de nacimiento, que no puede esperar. Me imagino que habrás calculado que saldría del restaurante en el que debía almorzar con Elby hacia las 14:30, y el tiempo que me pasaría en la carretera con los dichosos atascos. Con todos los millones que se gastan nuestros políticos desde hace decenios, todavía no han dado con la manera de resolver nuestros problemas de circulación… ¡en el siglo XXI! Si por mí fuera, estos ineptos tendrían que irse todos al paro.

—Papá, te repites un poco, ¿eh?

—En absoluto, no me repito, reitero mi opinión. Bueno, pero no cambies de tema. Total, que has deducido que no volvería a casa antes de las cuatro y que sería demasiado tarde, y por eso has venido.

Maggie, que no comprendía una palabra del razonamiento de nuestro padre, prefirió callarse.

—¡Ajá! —repitió este.

Con los codos sobre la mesa, Maggie hundió la cabeza entre las manos.

—A veces, cuando hablo contigo, me siento como transportada a un episodio de los Monthy Python —dijo.

—Pues, hija mía, si pretendías que eso fuera una pulla, te ha salido el tiro por la culata, porque me lo pienso tomar como un cumplido. Y me da pena que creas que no me he dado cuenta de lo que estás buscando. El ayuntamiento cierra a las cuatro, ¿verdad? —añadió papá guiñándole un ojo.

—Puede ser, pero según tú, ¿para qué se supone que iría yo al ayuntamiento?

—Está bien, pongamos que estés redecorando tu apartamento y que estés tan contenta con tu vida, tan agradecida de haber nacido, que quieras colgar de la pared de tu salón tu partida de nacimiento. ¡Sería de lo más lógico! Bueno, basta de bromas, reconozco que fui algo torpe al hablar de tu boda delante de tus hermanos, y te pido perdón por ello, pero ahora que estamos solos, me lo puedes contar tranquilamente. Porque siempre me has contado tus cosas a mí primero, ¿verdad?

—Pero si no tengo ninguna gana de casarme, es algo que ni siquiera se me ha ocurrido, te lo juro, papá, quítate esa idea de la cabeza.

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Octubre de 1980, Baltimore

Y fue en ese restaurante, rodeadas por un grupo de amigos tan achispados como ellas, donde empezaron a trazar, en el mantel de papel, las líneas generales de su proyecto. Primero, las de la sala de redacción. Rhonda, la mayor del grupo, de la que se decía que se había codeado con los Panteras Negras antes de sentar cabeza, trabajaba en el departamento de contabilidad de Procter&Gamble. Les ofreció su experiencia y empezó a establecer las bases de una cuenta de resultados. Elaboró una lista de los puestos que había que cubrir así como una escala salarial, calculó los presupuestos necesarios de alquiler, consumibles y gastos de investigación. Prometió informarse lo antes posible sobre los costes de papel, imprenta, suministros y acerca del margen que había que conceder a distribuidores y vendedores. A cambio de sus servicios, estaba claro que obtendría el puesto de directora financiera.

—Suponiendo que pudierais reunir el capital necesario, que lo dudo, nadie querrá imprimir vuestro periódico —intervino Keith—, y mucho menos venderlo. Un periódico de escándalos escrito por mujeres, os veo muy optimistas.

Keith era un chico alto y corpulento, de facciones angulosas, mandíbula prominente y unos ojos de un azul ardiente. Sally-Anne lo encontraba guapo y había flirteado con él unas semanas. Keith habría hecho cualquier cosa por ella con tal de poder compartir su cama. Tras su caparazón robusto se escondía un amante dócil de suaves manos, tenía todo para gustarle. Pero por muy buen amante que fuera, Sally-Anne no se ataba a ningún hombre, y seis semanas bastaron para que se aburriera de él. A May le gustaba Keith, y Sally-Anne lo sabía. Esa rivalidad podría haber amenazado su amistad, pero a veces se preguntaba si no se había apartado de él precisamente para dejarle a May el campo libre. «Te lo regalo», proclamó una mañana, tras despedirse de él. May se negaba a salir con Keith después de ella, pero Sally-Anne la sermoneó: «Disfruta de lo bueno allí donde esté y sobre todo cuando se te presente. Ya reflexionarás después. Créeme, los que hacen lo contrario se aburren tanto como aburren a los demás», concluyó, antes de ir a ducharse.

Por su lado, May concluyó que la gente no se deshacía de su arrogancia así como así, por muy rebelde que se autoproclamara.

Desde entonces, cada vez que su mirada se cruzaba con la de Keith, se imponía la turbación que sentía al pensar en los revolcones que Sally le había relatado a veces. Sin embargo, esa noche le replicó con un comentario cortante.

—El capital ya lo encontraremos, y cuando leas el periódico, apoltronado en tu sillón, ya verás como vas menos de listo.

La frase hizo reír a los presentes. Hasta entonces nadie se había atrevido nunca a humillar al guaperas en público. Sally-Anne fue la primera sorprendida. Para asombro de todos, Keith se levantó, rodeó la mesa para inclinarse sobre May y le pidió disculpas.

—Estaré entre vuestros primeros suscriptores, cuenta con ello.

Keith era ebanista y tenía un sueldo modesto que le bastaba para vivir pero poco más. Se llevó la mano al bolsillo del vaquero y sacó un billete de diez dólares, que en 1980 era bastante dinero, y se lo dejó delante. «Con esto alcanza para comprar algunas acciones de vuestro periódico», añadió, y salió del restaurante ante las miradas estupefactas del grupo de amigos. Miradas que a May le traían sin cuidado cuando echó a correr tras él, con los diez dólares en la mano. Ya en la calle gritó su nombre.

—¿Te crees que con esto te puedes convertir en accionista? Apenas alcanza para que te compres los primeros números.

—Entonces considéralo un anticipo sobre mi suscripción.

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