You are viewing a read-only archive of the Blogs.Harvard network. Learn more.

Archive forJuly, 2022

Octubre de 1980, Baltimore

La moto subía la ladera de la colina. Cada vez que Sally-Anne aceleraba, la rueda trasera salpicaba barro. Unas cuantas curvas más y se vería la casa. May no tardó en divisar a lo lejos las elegantes verjas negras, rematadas en puntas de metal labrado, que protegían la propiedad de los Stanfield. Cuanto más se acercaban, más fuerte se agarraba May a la cintura de Sally-Anne, y lo hizo con tanta fuerza que esta se rio, gritándole al viento:

—Yo también tengo miedo, pero por eso mismo es tan estimulante esta aventura.

El ronroneo del motor de la Triumph era demasiado potente para que May oyera la frase entera, solo le llegaron las palabras «miedo» y «estimulante», y eso era exactamente lo que ella sentía. Seguramente era eso lo que definía una relación perfecta, estar en la misma onda que la otra persona.

Sally-Anne cambió de marcha, inclinó la máquina para tomar la última curva, de ciento ochenta grados, aceleró y se incorporó al salir de la curva. Dominaba la Triumph con una agilidad que haría palidecer de envidia a cualquier motero. Última línea recta, ahora la casa se distinguía claramente en lo alto de la colina. Con su peristilo pretencioso, dominaba el valle entero. Solo los nuevos ricos y los advenedizos apreciaban un lujo tan ostentoso, y sin embargo los Stanfield se contaban entre las familias de notables más

antiguas de la ciudad, habían participado incluso en su fundación. Corría el rumor de que habían empezado a amasar su fortuna explotando a los esclavos que cultivaban sus tierras; otras voces, por el contrario, sostenían que habían sido de los primeros en liberarlos, y que algunos miembros de la familia habían pagado ese hecho con su propia sangre. La historia variaba según el barrio en el que se contara.

Sally-Anne dejó la Triumph en el aparcamiento reservado a los empleados. Apagó el motor, se quitó el casco y se volvió hacia May, que se estaba bajando de la moto.

—Tienes justo delante la puerta de servicio, llama y di que has quedado con «la señorita Verdier».

—¿Y si está en casa?

—Si así fuera, tendría el don de la ubicuidad, porque esa mujer que se dirige al Ford negro que ves allá es precisamente la señorita Verdier. Ya te lo he dicho, todos los días a las once se toma un descanso, se sube a su precioso coche y se va al centro a darse un masaje… Bueno, es una manera de hablar, porque no se limita a darse un masaje.

—¿Y cómo sabes tú eso?

—La he seguido lo bastante estas últimas semanas, y cuando te digo que la he seguido, créeme que ha sido muy de cerca, así que puedes quedarte tranquila.

—No habrás llevado el vicio hasta…

—No tenemos tiempo para charlas, May, a Verdier le cuesta llegar al clímax, pero dentro de cuarenta y cinco minutos habrá tenido su orgasmito matutino y, después de tomarse un sándwich de beicon y una Coca-Cola en el bar de al lado para recuperar fuerzas, volverá corriendo. Y, ahora, venga, te sabes el plan de memoria, lo hemos ensayado mil veces.

May se quedó plantada delante de su amiga; Sally-Anne notó que le faltaba seguridad, así que le dio un abrazo, le dijo que era preciosa y que todo saldría bien. La esperaría en el aparcamiento.

May cruzó la carretera y se plantó delante de la puerta de servicio, aquella por la que entraban en la casa los periódicos, la comida, la bebida y las flores, así como todo lo que la señora Stanfield o su hijo compraban en la ciudad. Con mucha educación le anunció al mayordomo que acudió a abrir que tenía cita con la señorita Verdier para una entrevista. Como había previsto Sally-Anne, impresionado por la autoridad natural que le daba el acento británico que acababa de imitar, el empleado no le preguntó nada y se limitó a hacerla pasar. Comprendió que había llegado con antelación a su cita, y como no procedía hacer esperar en el vestíbulo a alguien de su condición, la llevó, como también había previsto Sally-Anne, a un saloncito de la primera planta.

Comments off

Octubre de 2016, Croydon, periferia de Londres

Ray se inclinó para abrirle la puerta del coche: Michel entró, besó a su padre, se abrochó el cinturón y se puso las manos sobre las rodillas. Miró la carretera fijamente cuando el coche arrancó y dos manzanas después por fin sonrió.

—Estoy contento de que cenemos todos juntos, pero es raro que vayamos a casa de Maggie.

—¿Y por qué es raro, hijo? —quiso saber Ray.

—Maggie nunca cocina, por eso es raro.

—Me ha parecido entender que esta noche se celebra algo, ha encargado unas pizzas.

—Ah, entonces es menos raro, pero aun así —contestó Michel siguiendo con la mirada a una chica que cruzaba la calle.

—No está mal —comentó Ray con un silbido.

—Un poco desproporcionada —opinó Michel.

—¡Qué dices, pero si está cañón!

—La estatura media de un individuo de sexo femenino en 2016 es de un metro setenta, esa mujer mide por lo menos un metro ochenta y cinco. Es, pues, muy alta.

—Si tú lo dices, pero a tu edad yo habría apreciado esa clase de desproporción.

—Prefiero que sea…

—¡Más baja!

—Sí, eso, más baja.

—Para gustos, los colores, ¿verdad?

—Quizá, pero no entiendo qué tiene que ver.

—Es una expresión, Michel. Se emplea para decir que hay mucha variedad en el gusto.

—Sí, eso parece lógico, pero no la primera expresión que has utilizado, que no tiene ningún sentido, sino la segunda. Se corresponde con lo que yo he podido constatar.

El Austin se incorporó al bulevar, entre todo el tráfico. Volvió a caer una fina lluvia, la típica lluvia inglesa, que en pocos minutos dejó las aceras relucientes.

—Creo que tu hermana va a anunciarnos que se casa.

—¿Cuál de ellas? Tengo dos.

—Maggie, supongo.

—Ah, ¿y por qué supones eso?

—Por instinto paterno, tú hazme caso. Y si te lo comento ahora, es por una razón. Cuando nos lo anuncie, quiero que sepas que es una buena noticia, y que por consiguiente manifiestes alegría.

—Ah, ¿y eso por qué?

—Porque si no lo haces, tu hermana se pondrá triste. Cuando la gente te anuncia algo que la hace feliz, espera que compartas su felicidad.

—Ah, ¿y eso por qué?

—Porque es una manera de mostrarle a la gente nuestro cariño.

—Comprendo. ¿Y casarse es una buena noticia?

—No es fácil contestarte a eso. En principio, sí.

—¿Y su futuro marido estará ahí?

—Puede, con tu hermana nunca se sabe.

—¿Cuál de ellas? Tengo dos.

—Ya sé que tienes dos, soy responsable de su nacimiento, te recuerdo, bueno, junto con tu madre, claro.

—¿Y estará mamá?

—No, tu madre no estará. Ya sabes por qué, te lo he explicado muchas veces.

—Sí, lo sé, porque ha muerto.

—Eso es, porque ha muerto.

Michel miró por la ventanilla antes de volver la cabeza para mirar a su padre.

—Y para mamá y tú, ¿fue una buena noticia cuando os casasteis?

—Una noticia fantástica, hijo. Y si pudiera volver atrás, me habría casado con ella antes. Así que para Maggie también será una buena noticia; estoy seguro de que tenemos un don en la familia para los matrimonios felices.

—Ah. Lo comprobaré mañana en la universidad, pero no creo que eso sea de orden genético.

—¿Y tú, Michel, eres feliz? —le preguntó Ray con ternura.

—Sí, creo que sí… Lo soy ahora que Maggie se va a casar y que sé que será un matrimonio feliz puesto que tenemos ese don en la familia, pero aun así me da un poco de miedo conocer a su marido.

—¿Qué es lo que te da miedo?

—Pues que no sé si nos llevaremos bien.

—Ya lo conoces. Es Fred, un tipo alto, muy simpático, hemos ido varias veces a cenar a su pub. Bueno, supongo que es con él con quien se va a casar, aunque con tu hermana nunca se sabe.

—Qué pena que mamá no pueda venir la noche en que su hija nos anuncia que se casa.

—¿Cuál de ellas? Tengo dos —le contestó Ray sonriendo.

Michel reflexionó un instante y luego sonrió él también.

Comments off

Octubre de 2016, Croydon, periferia de Londres

Le encantaba la idea de cenar con sus hijos, pero habría preferido que fuera en su casa. A Ray nunca le había gustado salir, y a su edad la gente ya no cambia. Cogió del armario su americana de espiguilla. Iría a recoger a Michel, sería una ocasión para conducir su viejo Austin. Ya no lo cogía para ir a la compra desde que habían abierto un pequeño supermercado a cinco minutos de su casa. Su médico le había mandado que caminara un mínimo de quince minutos todos los días, era indispensable para sus articulaciones. Le traían sin cuidado sus articulaciones, pero ya no sabía qué hacer con su cuerpo desde que se había quedado viudo. Metió tripa al mirarse al espejo y se echó el pelo hacia atrás con la mano. También le traía sin cuidado hacerse viejo, pero echaba de menos la melena de su juventud. El dineral que se gastaba el gobierno en guerras que no servían para nada habría sido mejor invertirlo en dar con algo para evitar la calvicie. Si hubiera podido volver a tener treinta años, habría convencido a su mujer de poner su talento como química al servicio de la ciencia en lugar de ser profesora. Habría dado con la fórmula mágica, se habrían hecho ricos y habrían pasado la vejez viajando a los mejores hoteles del mundo entero.

Cambió de opinión al coger la gabardina. Viajar solo siendo viudo habría sido aún más triste, y además a él no le gustaba salir. Era la primera vez que Maggie organizaba una cena en su casa. ¿Quizá fuera a anunciarles que se casaba? Se preguntó enseguida si todavía cabría en su esmoquin. En el peor de los casos se pondría a dieta, siempre que Maggie le dejara tiempo para perder dos o tres kilos, como mucho cinco, tampoco había que exagerar, quitando algunos michelines aquí y allá, poca cosa en realidad, había conservado bastante bien la línea. La impaciente de Maggie era capaz de anunciarle como si tal cosa que la boda se celebraría el fin de semana siguiente. ¿Y qué podía comprarle de regalo? Se fijó en que tenía los párpados un poco caídos, se presionó con el índice bajo el ojo derecho y vio que eso lo rejuvenecía, pero también que parecía medio tonto. Podía pegarse dos trozos de celo debajo de los ojos, sería el hazmerreír de todos. Ray hizo varias muecas ante el espejo y le entró la risa. De buen humor, cogió su gorra, lanzó y atrapó en el aire las llaves del coche y salió de su casa con el brío de un hombre joven.

El Austin olía a polvo, un olor a viejo de lo más elegante que solo emanan los automóviles de colección. Su vecino protestaba diciendo que una ranchera A60 no podía considerarse como tal, ¡pero era pura envidia! A ver dónde había hoy en día salpicaderos de auténtico palisandro, hasta el reloj era una antigüedad. Ray lo había comprado de segunda mano, ¿cuándo había sido? Aún no habían nacido los mellizos. Por supuesto que no habían nacido, al volante de ese coche había ido a buscar a su mujer a la estación cuando se volvieron a encontrar. Y pensar que ese coche los había acompañado toda la vida… ¿Cuántos kilómetros habían recorrido en ese Austin? 224.653, uno más cuando llegara a casa de Michel. Si eso no era un automóvil de colección… ¡Menudo imbécil su vecino!

Le resultaba imposible mirar el asiento del copiloto sin entrever el fantasma de su mujer. Todavía la veía inclinarse para abrocharse el cinturón de seguridad. Nunca conseguía ponérselo y despotricaba, acusándolo de haberlo acortado para gastarle una broma y hacerle creer que había engordado. Era cierto que lo había hecho dos o tres veces, pero no más. Bueno, quizá alguna más sí, ahora que lo pensaba. Estaría bien que a uno pudieran enterrarlo en su coche. Aunque, bueno, habría que agrandar considerablemente los cementerios, y eso no sería muy ecológico.

Ray aparcó delante del edificio donde vivía Michel. Tocó dos veces la bocina y, mientras lo esperaba, se puso a observar a los peatones en las aceras brillantes de agua. Que no se quejara la gente de la lluvia inglesa, ningún país era tan verde.

Una pareja llamó su atención. El hombre no parecía muy feliz. Si de verdad había un Dios, era ese tipo quien debería haberse quedado viudo y no Ray. El mundo estaba de verdad mal hecho. ¿Por qué tardaba siempre tanto Michel en salir de casa? Porque tenía que asegurarse de que cada cosa estuviera en su sitio, la llave del gas cerrada (aunque hacía muchísimo que ya no utilizaba la cocina de gas), que todas las lámparas estuvieran apagadas, salvo la de su habitación, que dejaba siempre iluminada, y que la puerta del frigorífico quedara bien cerrada. La junta estaba vieja. Iría a cambiársela un día que Michel estuviera en el trabajo. Se lo diría una vez hecho el arreglo. Ahí estaba por fin, con su sempiterna gabardina, que no se quitaba ni en verano, y a Michel era imposible convencerlo de cambiar de ropa.

Comments off