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Archive forAugust, 2022

Octubre de 1980, Baltimore

Lo que le quedaba por hacer era igual de delicado, a saber, cerrar y extraer la herramienta. May tuvo cuidado de no moverla al abrir el cajón.

Unas gafas, una polvera, un cepillo, un pintalabios, un bote de crema para las manos… ¿dónde estaba la maldita carpeta? Cogió un montón de documentos, los dejó en la mesa y se puso a estudiarlos uno a uno. La lista de invitados apareció por fin, y May sintió que se le aceleraba el corazón al pensar en el riesgo que suponía para ella añadir dos nombres a esa lista.

—Tranquila, May —murmuró—, ya casi lo tienes.

Echó un vistazo al reloj de pared, aún podía seguir allí quince minutos más sin exponerse demasiado. ¿Y si la señorita Verdier llegaba hoy antes al clímax?

—No pienses en eso, no recorre todo ese trecho para privarse de los preliminares, si tuviera prisa, se satisfaría ella solita.

May miró la máquina de escribir que estaba sobre la mesa, una Underwood de las más clásicas. Colocó la hoja en el soporte, levantó la varilla y giró la rueda del interlineado. El papel se enrolló alrededor del rodillo antes de volver a aparecer.

May se dispuso a teclear los nombres falsos que quería añadir, uno para ella y otro para Sally-Anne y, debajo, la dirección del apartado de correos que habían abierto la semana anterior en la estafeta central. No cabía duda de que, algún día, la policía examinaría de cerca esa lista, buscando en ella a los culpables del delito. Pero esos nombres falsos sin domicilio real no aportarían ninguna pista. Tecleó el primero, con cuidado de presionar suavemente las teclas para ahogar el traqueteo de los martillos que golpeaban la cinta entintada. Después manipuló con sumo cuidado la palanca del carro, tratando de evitar el tintineo que acompañaba el cambio de línea. Pese a todo sonó.

—¿Señorita Verdier? ¿Ha vuelto usted ya?

La voz llegó de la habitación contigua. May se paró, petrificada. Se arrodilló despacio y se acurrucó en posición fetal debajo del escritorio. Oyó acercarse un ruido de pasos, la puerta se entreabrió, y el señor Stanfield, con la mano en el picaporte, asomó la cabeza.

—¿Señorita Verdier?

El despacho estaba tan ordenado como siempre, su secretaria era la encarnación del orden, y apenas se fijó en la máquina de escribir. Menos mal, pues la señorita Verdier nunca se habría ausentado dejando una hoja en el carro. Se encogió de hombros y cerró la puerta, mascullando que serían imaginaciones suyas.

Tuvieron que pasar varios minutos para que a May dejaran de temblarle las manos. En realidad, le temblaba el cuerpo entero, nunca había tenido tanto miedo en su vida.

El tictac del reloj de pared le hizo recuperar el aplomo. Como mucho le quedarían unos diez minutos. Diez minutitos de nada para teclear el segundo nombre y la dirección que lo acompañaba, dejar la hoja en su lugar, cerrar el cajón con llave, extraer la ganzúa y abandonar la casa antes de que volviera la secretaria. May se había retrasado, ya debería haberse reunido con Sally-Anne, que estaría muerta de preocupación.

—Concéntrate, maldita sea, no tienes ni un segundo que perder.

Una tecla, otra más, y otra… Si el viejo de al lado oía el traqueteo del teclado esta vez no se contentaría con una mirada furtiva.

Listo. Ya solo le quedaba hacer girar el rodillo y liberar la hoja. Dejarla exactamente en su sitio entre el montón de documentos, alinearlos bien en bloque, sobre la alfombra para no hacer ruido. Guardarlos en el cajón y cerrarlo, contener la respiración al girar la ganzúa, oír el clic de los pistones, nada de eso es fácil cuando te late el corazón hasta en las sienes y se te perla la frente de sudor… Un milímetro más.

—No pierdas la calma, May, si se bloquea la ganzúa, todo se va al traste.

Y se le había bloqueado muchas veces en los ensayos.

La extrajo por fin, se la guardó en el bolsillo, cogió de paso el pañuelo de papel y se enjugó la palma de la mano y la frente. Si el mayordomo la veía irse empapada en sudor, sospecharía.

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Octubre de 1980, Baltimore

Con aire contrito, la invitó a sentarse en un sillón. La señorita Verdier había salido, solo un momento, añadió, antes de precisar que seguramente no tardaría en volver. Le ofreció un refresco. May le dio las gracias, pero no tenía sed. El mayordomo se retiró dejándola sola en esa opulenta habitación, contigua al despacho de la secretaria del señor Stanfield.

En el saloncito había un velador entre dos sillones de terciopelo, a juego con las cortinas de las ventanas. Una alfombra de Aubusson decoraba el parqué oscuro de haya, las paredes estaban revestidas de madera y del techo colgaba una pequeña araña de cristal.

Presentarse, subir la gran escalera hasta la primera planta y recorrer el largo pasillo que dominaba el vestíbulo hasta llegar al salón le había llevado diez minutos. Era indispensable que abandonara la casa antes de que volviera la secretaria, ninfómana a ratos. La idea de lo que estaba haciendo en un turbio salón de masajes del centro debería haberla divertido, Sally-Anne y ella se habían reído de ello mientras ensayaban su plan. Pero ahora que tenía que entrar en su despacho y cometer un allanamiento que la pondría de facto fuera de la ley, se sentía insegura. Si la sorprendían, llamarían a la policía, y esta no tardaría en atar todos los cabos. Ya no la acusarían de una simple intrusión. Pero no debía pensar en eso, ahora no. Tenía la boca seca, debería haber aceptado el vaso de agua que le había ofrecido el mayordomo, pero habría perdido demasiado tiempo. Ponerse de pie y dirigirse a esa puerta. Girar el picaporte y entrar.

Eso fue exactamente lo que hizo, con una determinación que la dejó pasmada. Actuaba como un autómata programado para ejecutar una tarea muy precisa.

Una vez dentro, cerró la puerta suavemente. Era muy probable que el señor de la casa estuviera en la habitación contigua, y no ignoraba que su asistente se ausentaba a esa hora.

Recorrió el despacho con la mirada, asombrada por la moderna decoración, que contrastaba con la del resto de las habitaciones de la casa que ella conocía. Una reproducción de un cuadro de Miró decoraba la pared frente a un escritorio de madera clara. Bien pensado, puede que no fuera una reproducción. No tenía tiempo de acercarse para averiguarlo. Apartó el sillón, se arrodilló delante de la cajonera y se sacó del bolsillo la ganzúa escondida en un pañuelo de papel.

Se había entrenado mil veces en un mueble del mismo tipo para aprender a forzar la cerradura sin romperla. Una cerradura de tambor de levas modelo Yale, para la que un conocido de Sally-Anne le había recomendado y vendido una ganzúa palpadora de cabeza de medio diamante. De ángulo amplio en el extremo y estrecho en la base, fácil de introducir y de sacar. Recordó la lección: evitar raspar el interior para no desprender ninguna limadura de hierro, que bloquearía el mecanismo y dejaría señales del delito; sostener el mango en horizontal con respecto al bombín, introducir despacio la ganzúa, palpar los pistones, aplicando sobre cada uno una suave presión para levantarlos sin estropearlos. Sintió que el primero llegaba a la línea de corte, avanzó despacio la cabeza de la ganzúa hasta levantar el segundo y, después, el tercero. May contuvo la respiración e hizo girar lentamente el rotor de la cerradura, liberando por fin el cajón.

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