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Archive forMarch, 2023

Octubre de 2016, Croydon

Paramos en un salón de té. Detrás de una cristalera cubierta de cartelitos publicitarios, el negocio ocupaba la planta baja de un pequeño edificio de ladrillos amarillos de los años setenta, vestigio de ese arrabal industrial que había tardado en modernizarse. Como el servicio era minimalista, Maggie se acercó a la barra a pedir tres tés y otros tantos bollos de mantequilla, dejando que yo pagara la cuenta. Nos acomodamos en unas sillas de plástico alrededor de una mesa de formica.

—¿Le ha pasado algo a papá? —preguntó Michel sin alterarse.

Lo tranquilicé enseguida. Bebió un sorbo de té y miró fijamente a Maggie.

—¿Te vas a casar con Fred?

—Pero ¿por qué el hecho de que vengamos a verte tiene que implicar que haya ocurrido una desgracia? —le contestó ella.

Michel se puso a pensar y la respuesta debió de parecerle divertida. Se lo dejó patente con una gran sonrisa.

—Para una vez que me quedo un poco de tiempo en Londres… Tenía ganas de verte, así que he aprovechado para decirle a Maggie que se viniera también —añadí yo.

—¿Te confió mamá algún secreto? —le preguntó Maggie sin rodeos.

—Qué pregunta más rara. Hace tiempo que no he visto a mamá, y tú tampoco.

—Me refería a antes.

—Si me hubiera confiado un secreto, no podría revelártelo. Es lógico, ¿no?

—No te pido que me digas de qué se trata, sino solo si te confió un secreto.

—No.

—¿Ves? —me lanzó Maggie.

—Uno, no, pero varios, sí —añadió Michel—. ¿Puedo comerme otro bollo?

Maggie le pasó su plato.

—¿Por qué a ti y no a nosotras? —preguntó.

—Porque sabía que yo no contaría nada.

—¿Ni siquiera a tus hermanas?

—Sobre todo a mis hermanas. Cuando os peleáis, sois capaces de decir de todo, incluso cosas que no existen. Tenéis muchas virtudes, pero no la de saber callar cuando estáis enfadadas. Es lógico.

Le puse la mano en el antebrazo y lo miré con ternura.

—Pero sabes que la añoramos tanto como tú.

—No creo que exista un instrumento capaz de medir la añoranza, por lo que deduzco que tu frase es una manera de hablar.

—No, Michel, es una realidad —contesté—. Era tu madre tanto como la nuestra.

—Evidentemente, es lógico.

—Si sabes cosas que ignoramos, sería injusto que no nos las dijeras, ¿entiendes? —suplicó Maggie.

Michel me preguntó con la mirada antes de coger mi bollo. Lo mojó en el té y se lo comió de un par de bocados.

—¿Qué te dijo? —insistí.

—Nada.

—¿Y el secreto?

—Lo que me confió no fueron palabras.

—¿Qué fue entonces?

—No creo que tenga derecho a contároslo.

—Michel, yo tampoco creo que mamá pensara irse tan rápido, de manera tan repentina. Estoy segura de que habría querido que lo compartiéramos todo sobre ella después de su muerte.

—Es posible, pero tendría que poder preguntárselo.

—Ya, pero eso es imposible, así que tienes que fiarte de tu propio criterio y de nada más.

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Octubre de 2016, Croydon

Dejé la camioneta en el aparcamiento y me dirigí con paso decidido a la recepción. No había ningún empleado detrás del mostrador de madera de cerezo barnizada, reliquia de una época remota. El personal de la biblioteca municipal se reducía a dos empleados que trabajaban allí a tiempo completo, la directora, Véra Morton, y Michel, así como una limpiadora que venía a quitar el polvo de los estantes dos veces por semana.

Véra Morton reconoció a Maggie en el vestíbulo y se le iluminó el semblante al ir a su encuentro. Véra, un personaje más complejo de lo que parecía a primera vista, podría haber sido muy atractiva si no se hubiera empeñado tanto en volverse invisible. Sus ojos lapislázuli se ocultaban tras unas gafas redondas de cristales llenos de huellas dactilares, llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y vestía con sobriedad monacal. Un jersey de cuello cisne, dos tallas más grande de lo necesario, una falda ancha de pana, unos mocasines y unos calcetines componían una especie de uniforme beis.

—¿Va todo bien? —preguntó.

—Divinamente —contesté.

—Cuánto me alegro, por un instante he temido que fueran ustedes heraldos de alguna mala nueva. Es tan inhabitual que nos honren con su presencia.

¿Quién se expresaba aún así actualmente?, me pregunté, sin compartir con nadie mis pensamientos. Y mientras Maggie le explicaba que estábamos paseando por el barrio y se nos había ocurrido ir a darle un abrazo a nuestro hermano, reparé en que Véra se ruborizaba ligeramente cada vez que pronunciaba el nombre de Michel. Sospeché enseguida una confusión de sentimientos bajo la apariencia austera de Véra Morton. En su descargo tengo que decir que si probáis a dejar dos peces en la misma pecera ocho horas al día, sin más distracción que la visita de una clase de primaria los miércoles, habrá muchas probabilidades de que terminen viendo el uno en el otro lo mejor que la humanidad entera puede ofrecerles. Consideraciones aparte, la idea de que Véra pudiera sentir algo por mi hermano me parecía posible. Pero la cuestión era si sería correspondida.

La joven directora del establecimiento en declive nos acompañó encantada hasta la sala de lectura, donde Michel estaba enfrascado en un libro, sentado solo a una mesa. Sin embargo, Véra susurró como si la sala estuviera abarrotada. Deduje que las bibliotecas eran como las iglesias: en ellas solo se podía hablar en voz baja.

Michel levantó la cabeza, extrañado de ver a sus hermanas, cerró el libro y fue a guardarlo en su sitio antes de reunirse con nosotras.

—Pasábamos por aquí y se nos ha ocurrido venir a darte un beso — declaró Maggie.

—Ah, qué raro, tú nunca me das un beso. Pero, bueno, no quiero contrariarte —dijo acercándole la mejilla.

—Es una manera de hablar —precisó Maggie—. ¿Te apetece que vayamos a algún sitio a tomar un té? Si puedes ausentarte, claro.

Véra respondió en su lugar.

—Claro que sí, hoy no hay mucha gente. No se preocupe, Michel. — Ligero rubor en las mejillas—. Yo cerraré la biblioteca.

—Ah. Pero aún tengo que guardar algunos libros.

—Estoy segura de que pasarán muy buena noche en las mesas donde se encuentran —afirmó Véra (el rubor se intensificó nítidamente).

Michel alargó el brazo y le estrechó la mano agitándola como si se tratara de una vieja bomba de bicicleta.

—Pues muchas gracias entonces —dijo—. Mañana trabajaré hasta un poco más tarde.

—No será necesario. Que pase una buena tarde, Michel (sus mejillas estaban ahora escarlatas).

Y, puesto que los susurros eran obligatorios allí, me incliné al oído de mi hermana para hacerle una confidencia. Maggie puso un gesto de exasperación y arrastró a Michel hacia el coche.

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Octubre de 2016, Croydon

Esperamos hasta estar seguras de que nuestro padre no daría media vuelta antes de ponernos a buscar. El cuarto de baño lo habíamos descartado por juzgarlo demasiado improbable. Maggie rebuscó en el ropero pero no encontró ni trampilla ni doble fondo. Mientras yo me encargaba del dormitorio, fue a la cocina a consultar el árbol genealógico familiar.

—Sobre todo no me ayudes, ¿eh? —le grité.

—Tú tampoco has venido a ayudarme, que yo sepa —me contestó—, ¿todavía no has terminado?

Me reuní con ella decepcionada.

—Nada, hasta he golpeado con los nudillos en las paredes por si sonaba a hueco, pero niente.

—No has encontrado nada porque no había nada que encontrar. Esa carta solo dice patrañas; ha estado bien la broma, lo hemos pasado bien, pero ahora te sugiero que nos olvidemos del tema.

—Tratemos de pensar como mamá. Si quisieras esconder un buen montón de dinero, ¿dónde lo meterías?

—¿Por qué esconderlo en lugar de dejar que tu familia lo disfrute?

—¿Y si no fuera dinero, sino algo que ella no pudiera utilizar? Vete tú a saber, lo mismo en su juventud era traficante de drogas… Todo el mundo se drogaba en los años setenta y ochenta.

—Lo que te decía, Elby, ves demasiado la tele, y aun a riesgo de que te lleves un buen chasco, todavía mucha gente se sigue drogando ahora. Y si te eternizas en Londres, puede que yo también acabe drogándome.

—De nosotros tres, de quien más cerca estaba mamá era de Michel.

—Supongo que esta afirmación gratuita no tiene más objeto que ponerme celosa. Eres patética.

—No soy patética, es una realidad, y te lo digo porque si mamá hubiera tenido un secreto que no quisiera compartir con papá, se lo habría contado a Michel.

—No vayas a perturbarlo con tu rocambolesca obsesión.

—Tú no mandas en mí, y, de hecho, voy a ir a verlo ahora mismo. ¡Que para algo es mi hermano gemelo y no el tuyo!

—¡Mellizo!

Salí de la cocina. Maggie dio un portazo y me alcanzó en la escalera.

Las aceras estaban cubiertas con un manto púrpura de hojas. Estragos de un mes de octubre en el que el viento había soplado más de lo habitual. Me gusta el crujido de las hojas secas bajo mis pasos, el perfume de otoño que trae la lluvia. Me senté al volante de la camioneta que me había prestado un compañero de la revista, esperé a que Maggie cerrara su puerta y arranqué.

Durante un rato no dijimos ni mu, salvo por un pequeño paréntesis, cuando le hice notar a Maggie que si de verdad no diera ningún crédito a la carta anónima no estaría sentada a mi lado, pero ella replicó que solo estaba ahí para proteger a su hermano de la demencia que se había apoderado de su hermana.

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