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Archive forSeptember, 2022

Octubre de 2016, Beckenham

Papá, igual de sorprendido que él por ese arranque de cariño, contuvo la respiración, confiando en que la gran noticia no se hiciera esperar más. Que Maggie se casara era algo normal, pero lo que quería saber era cuándo.

—Bueno, cariño, basta de charlas, esta espera me está matando. ¿Cuándo será? Lo ideal sería dentro de tres meses; uno al mes es lo razonable, porque a mi edad ya no se pierden así como así, ¿sabes?

—Perdona —contestó Maggie—, pero ¿de qué me estás hablando?

—¡De los kilos que tengo que perder para caber en el esmoquin!

Miré a mi hermana, estábamos ambas perplejas. Michel suspiró y acudió en auxilio de todos nosotros.

—Para la boda. El esmoquin es para la boda —explicó.

—Para eso nos has reunido —añadió papá—. Y, de hecho, ¿dónde está?

—¿Quién?

—El simpático de Fred —contestó Michel lacónicamente.

—Vamos a esperar un poco, y si no estáis mejor dentro de media hora, os llevo a los dos al hospital —dijo Maggie.

—Mira, Maggie, como sigas así, al final te vamos a llevar a ti a urgencias.

¿Qué modales son esos? Me pondré el esmoquin, caiga quien caiga. Siempre me ha quedado un poco grande, así es que si contengo la respiración tendría que ser capaz de abrochármelo. Bueno, es marrón, no se va de marrón a una boda, pero ante circunstancias excepcionales, medidas excepcionales… Después de todo, estamos en Inglaterra, no en Las Vegas, así que si no se dispone de un plazo razonable para prepararse para tamaño acontecimiento, pues no se dispone y punto.

Nuevo intercambio de miradas entre mi hermana y yo. Fui la primera en estallar en una carcajada que no tardó en contagiar a todos los presentes. Salvo papá, pero solo un momento: nunca había sabido resistirse a un episodio de risa floja, y terminó por unirse al resto de la familia. Cuando Maggie logró por fin recuperar el aliento, se enjugó los ojos y soltó un hondo suspiro.

La llegada inesperada de Fred tuvo por efecto un nuevo ataque de risa, y Fred nunca entendió el motivo de esas carcajadas generalizadas.

—Entonces, si no os casáis, ¿a qué viene esta cena? —preguntó por fin mi padre

—No te preocupes —exclamó enseguida Maggie dirigiéndose a su novio, que estaba quitándose el abrigo.

—A nada, solo por disfrutar de estar en familia —contesté yo.

—Es una razón más común —intervino Michel— y, por lo tanto, del todo lógica. Estadísticamente hablando, me refiero.

—Podríamos haber cenado en mi casa —replicó papá.

—Sí, pero no nos habríamos reído tanto —argumentó Maggie—. ¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Era rica mamá cuando os conocisteis?

—¿Cuando teníamos diecisiete años?

—No, más tarde, cuando volvisteis a encontraros.

—Ni a los diecisiete, ni a los treinta, ni nunca, de hecho. Ni siquiera le alcanzaba el dinero para coger el autobús en la estación a la que fui a recogerla… cuando volvimos a encontrarnos —añadió pensativo—. Puede incluso que no me hubiera llamado aquella noche de haber tenido en el bolsillo algo más que las pocas monedas que le quedaban al bajar de ese tren al anochecer. Bueno, creo que es hora de que os haga una confesión, hijos, y tú, Fred, puesto que aún no eres de la familia, te ruego que no se lo cuentes a nadie

—¿Qué confesión? —quise saber yo.

—Si te callas, te lo podré contar. Adornamos un poco las circunstancias en las que reanudamos nuestra relación. Vuestra madre no reapareció milagrosamente, loca de amor por mí después de darse cuenta de que yo era el único hombre que valía la pena de entre todos los que había conocido en su vida, como os hemos contado alguna vez.

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Octubre de 2016, Beckenham

Llevábamos media hora en la mesa y Maggie seguía sin anunciarnos su boda con Fred, ese tipo alto tan simpático que regentaba un gastropub en Primrose Hill. Michel estaba encantado, por dos motivos. Primero, porque le hacía mucha gracia el nerviosismo de nuestro padre, que se agitaba en su silla y apenas había probado un bocado de pizza. Para que Ray no cenara tenía que estar de verdad distraído por algo, y Michel sabía muy bien por qué. Pero por lo que se alegraba más aún era porque a él Fred no le parecía tan simpático. La manera en que lo trataba, su hipócrita solicitud, lo incomodaban. Era como si se creyera superior a él. La cocina de su pub era buena, pero a Michel no le entusiasmaba tanto como los libros que devoraba en la biblioteca. Conocía casi todos los títulos y las secciones a las que pertenecían. Aunque eso no tenía nada de extraordinario, pues era él quien los guardaba en su sitio en los estantes. A Michel le gustaba mucho su trabajo. Siembre reinaba el silencio, y pocos trabajos podían ofrecer esa tranquilidad. Los lectores eran por lo general bastante amables, y encontrarles lo antes posible lo que buscaban le hacía sentirse útil. Lo único que le molestaba era ver los libros abandonados sobre las mesas al terminar la jornada. Por otro lado, si los lectores fueran ordenados, tendría menos trabajo. Era lógico.

Antes de que le confiaran ese empleo, Michel trabajaba en un laboratorio. Consiguió el puesto gracias a las notas obtenidas en el examen de último curso en la universidad. Tenía un don para la química, la tabla periódica de los elementos era para él la fuente de un lenguaje evidente. Pero su empeño en experimentar con todas las posibilidades puso fin, en aras de la seguridad, a una corta carrera que se anunciaba prometedora. Papá protestó por la injusticia y criticó la estrechez de miras de sus jefes, pero fue inútil. Tras una época en la que vivió recluido en su casa, Michel recuperó la alegría de vivir al conocer a Véra Morton, directora de la biblioteca municipal. Ella le dio una oportunidad, y él se impuso el deber de no defraudarla jamás. La facilidad con la que se puede hoy en día investigar por Internet había repercutido en el número de usuarios de la biblioteca, a veces pasaba un día entero sin que acudiera un solo lector, pero Michel aprovechaba entonces para leer tratados de química o, y esta era otra de sus pasiones, biografías.

Observaba a mi padre en silencio desde el principio de la cena. Maggie, en cambio, no paraba de hablar, para no decir nada, de hecho, o al menos nada que justificara ese monopolio de la palabra. Y su locuacidad preocupaba mucho a Michel. Que estuviera tan estresada tal vez presagiaba un anuncio que no tenía ganas de escuchar. Cuando Maggie se sentó frente a papá y le cogió la mano, Michel debió de pensar que probablemente lo hacía para engatusarlo. Maggie no era muy dada al contacto físico. Cada vez que la abrazaba, al saludarla o al despedirse de ella, se quejaba, protestando por que no la dejaba respirar. Y eso que Michel ponía cuidado en no abrazarla demasiado fuerte. Concluyó que se trataba de una treta para acortar sus abrazos, y si no le gustaba abrazar a su propio hermano, ello demostraba que su teoría era acertada.

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