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Archive forDecember, 2022

Octubre de 1980, Baltimore

La luna derramaba su claridad plateada sobre las lucernas, la luz oblicua revelaba las motas de polvo suspendidas en el aire. May dormía profundamente, los pliegues de las sábanas se ajustaban a las curvas de su cuerpo. Sentada al pie de la cama, Sally-Anne la observaba, atenta a su respiración. En ese instante, ver dormir a May era lo único que le importaba. Como si en el mundo no existiera nada más, el universo entero cabía en ese

loft. Una hora antes la habían despertado visiones del pasado. Rostros conocidos, inmóviles y sin expresión, la juzgaban. Estaba sentada en una silla en mitad de un estrado, fusilada por sus miradas. Su manera de ser era fruto de una adolescencia en la que lo había aprendido todo sin que nadie le enseñara nada.

¿Pueden dos cuerpos rotos sanar al unirse? ¿El dolor de dos seres se resta o se añade?, se preguntaba.

—¿Qué hora es? —masculló May.

—Las cuatro de la mañana, quizá algo más tarde.

—¿En qué piensas?

—En nosotras.

—¿Cosas buenas o cosas malas?

—Vuelve a dormirte.

—No mientras te quedes ahí mirándome.

Sally-Anne fue a calzarse las botas y cogió su cazadora del respaldo de una silla.

—No me gusta que te vayas por ahí en moto de noche.

—No tienes por qué preocuparte, iré con cuidado.

—Sí, seguro. Quédate, voy a preparar un té —insistió May.

Se levantó, tapándose con la sábana, y cruzó la habitación. Un hornillo, unos cuantos platos, vasos descabalados y dos tazas de porcelana sobre una mesa de caballetes junto a un fregadero hacían las veces de cocina. May puso el hervidor en el fregadero, quitó la tapa y abrió el grifo. Luego fue a buscar la caja del té, guardada en un antiguo armario botiquín reconvertido, se puso de puntillas para coger dos bolsitas de té Lipton y dos azucarillos de un bote de barro, encendió una cerilla y reguló la llama azulada del infiernillo.

—¡Sobre todo no me ayudes!

—Estoy esperando a ver si te apañas con una sola mano —contestó Sally-

Anne con una sonrisita burlona.

May se encogió de hombros y soltó la sábana.

—Haz el favor de recogerla y ponerla en la cama, no me gusta dormir entre polvo.

Sirvió el té, le alargó una taza a Sally-Anne, cogió la suya y volvió a sentarse en la cama con las piernas cruzadas.

—Han llegado las invitaciones —dijo por fin Sally-Anne.

—¿Cuándo?

—Ayer por la tarde, pasé por la estafeta para coger el correo.

—Y no has juzgado conveniente decírmelo antes.

—Anoche lo estábamos pasando bien, temía que te obsesionaras con ello.

—No me gustan esos tíos con los que salimos, sus conversaciones políticas de tres al cuarto me aburren, esa actitud que tienen como de querer cambiar el mundo cuando se tiran todo el día fumando porros. Así que, siento decepcionarte, pero anoche tampoco es que me lo pasara tan bien. ¿Me las enseñas?

Sally-Anne se sacó dos sobres del bolsillo y los arrojó sobre la cama con un gesto indolente. May abrió el que iba a su nombre. Acarició la tarjeta, admiró el relieve de las letras impresas y se fijó en la fecha. La fiesta se celebraría dentro de dos semanas. Las mujeres, adornadas con sus mejores joyas, vestirían de manera extravagante, los hombres llevarían trajes grotescos, y algunos viejos cascarrabias, negándose a prestarse al juego, se contentarían con un esmoquin y un simple antifaz para ocultarse el rostro.

—Nunca en mi vida me ha apetecido tanto ir a un baile de disfraces — dijo May con una risita burlona.

—Nunca dejas de sorprenderme. Pensaba que te entraría miedo solo de ver las invitaciones.

—Pues no, ya no. No después de haber vuelto a esa casa. Cuando nos fuimos, me di cuenta de lo mucho que me había costado volver a poner los pies allí. Y me juré que nunca volvería a tenerles miedo.

—May…

—Vete en moto por ahí o vuelve a la cama conmigo, pero decídete.

Sally-Anne recogió la sábana y cubrió con ella a May. Se desnudó deprisa y se tumbó a su lado, sonriendo de nuevo.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó May.

—Nada, me gusta verte así de vengativa.

—Quiero que sepas una cosa que solo me concierne a mí, pero quiero que estés al corriente. Nunca dejaré que me cojan viva.

—¿De qué estás hablando?

—Me has entendido perfectamente. La vida es demasiado corta para abrumarse con tristezas superfluas.

—May, mírame a los ojos. Creo que estás cometiendo un error muy gordo. Pensar solo en vengarte sería otorgarles demasiada importancia. Se trata solo de que te devuelvan lo que no merecen tener.

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Octubre de 2016, Beckenham

Y concluyó la cancioncilla clamando:

—Lo siento, bonita, te ha tocado. A mí no me apetece lo más mínimo tener hijos.

—¿Con Fred o en general?

—Al menos tenemos respuesta a la pregunta de la noche: mamá estaba sin un céntimo cuando conoció a papá.

—Puede, pero han surgido otras preguntas —objeté yo.

—Sí, pero, bueno, tampoco vamos a darle tanta importancia al tema.

Mamá dejó a papá cuando eran jóvenes, y luego volvió sin pena ni gloria diez años después.

—Me da la impresión de que la verdad es más compleja.

—Deberías renunciar a los viajes para dedicarte al periodismo de investigación sentimental.

—Tus ironías me dejan fría. Te estoy hablando de papá y mamá, de esa carta extraña que hemos recibido, de las zonas de sombra de sus vidas, de las mentiras que nos han contado. ¿No tienes ganas de saber más sobre tus propios padres? ¡Solo te importas tú!

—Touché!, y qué amable tú también.

—Pues te diré que, al contrario de lo que piensas, el hecho de que mamá no tuviera un céntimo corrobora las acusaciones de la carta.

—¿Qué pasa, que toda la gente sin un céntimo obligatoriamente tiene que haber renunciado a una fortuna?

—Tú nunca has estado sin un céntimo porque nuestros padres siempre te han ayudado.

—Rigby, ¿quieres que cantemos a coro el estribillo que mascullas desde siempre? Maggie, la benjamina, sobre cuya cuna la familia generosa no ha dejado de inclinarse. Sí, pero ¿quién de las dos tiene un estudio en Londres y quién vive en la periferia a una hora en tren? ¿Cuál de las dos se pasa el año recorriéndose el mundo y quién se queda aquí ocupándose de papá y de Michel?

—No tengo ganas de discutir, Maggie. Solo me gustaría que me ayudaras a aclarar las cosas. Si nos han mandado esta carta es por una razón. Aunque lo que cuenta no tenga fundamento, tiene que haber a la fuerza un motivo para todo esto. ¿Quién nos ha escrito y por qué?

—¡Quién te ha escrito! Te recuerdo que se suponía que ni siquiera debías contármelo.

—¿Y si el autor me conoce lo suficiente como para saber que lo haría de todos modos? ¿Y si incluso su intención ha sido incitarme a ello?

—Te lo concedo, esa habría sido la mejor manera de hacerlo. Bueno, percibo en tu voz una llamada de socorro, así que, vale, se me ocurre que invites a papá a comer un día de estos en Chelsea. Refunfuñará, pero se alegrará de tener una excusa para coger su Austin. Asegúrate de elegir un restaurante cerca de un aparcamiento, se niega a confiárselo a un aparcacoches. No digas nada, me troncho cada vez que lo pienso. Tengo una copia de sus llaves, iré a rebuscar en su casa en cuanto se vaya.

No me gustaba la idea de manipular a mi padre pero, a falta de un plan mejor, acepté la propuesta de mi hermana.

La estación estaba desierta. A esa hora ya no había nadie más que nosotras esperando el tren. La pantalla anunciaba la llegada inminente del Southeastern en dirección a Orpington. En Bromley tenía que cambiar de línea para coger la de Victoria Station, y luego un autobús que me dejaría a diez minutos a pie de mi estudio.

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